¿Qué demonios está pasando? - Un artículo de Panos Chamakiotis Regional Director EMEA de COMPO EXPERT GROUP
No obstante, incluso durante esta crisis, los consumidores de hoy en día no están satisfechos con un sistema alimentario “a ciegas”.
Hasta hace relativamente poco, el principal objetivo de la producción alimentaria en Europa era producir la cantidad suficiente de comida para alimentar a la población, a un precio asequible. Pero, conforme la productividad agrícola ha ido aumentando, el consumidor ha llegado a dar por hecho que las cantidades y los precios siempre van a ser adecuados, y han desviado su atención a otros factores como la calidad y la seguridad de los alimentos, así como a las condiciones en las que estos son producidos.
Por este motivo, potenciar el valor nutricional del suelo y defender a los cultivos y animales frente a plagas y enfermedades es un proceso constante, que gana cada vez más importancia con el crecimiento de la población mundial y la demanda de alimentos seguros y saludables por parte del consumidor.
Pero todo esto no ocurre de forma espontánea, se necesitan acciones concretas que faciliten estas mejoras en la producción de alimentos.
¿A quién no le sorprende que un pequeño agricultor o ganadero pueda producir de forma competitiva cuando no tiene una conexión real con el mercado final, cuando no disfruta de ayudas económicas que lo protejan contra catástrofes imprevisibles y solo cuenta con un apoyo institucional a nivel superficial? Ayudar a los pequeños productores no es tarea fácil, porque sus únicos beneficios son marginales, a veces inexistentes, a pesar de que los precios finales en los supermercados están por las nubes. Esto es debido al modelo de distribución actual, en el que la presencia de intermediarios causa grandes desigualdades y distorsiona el sector.
Quizás, el mejor cambio que se puede propiciar desde los gobiernos para impulsar la agricultura y reducir la desigualdad en los beneficios, es un cambio de perspectiva a la hora de diseñar sus medidas, ya que estas no suelen tener en cuenta las ventajas que ofrece social, medioambiental y económicamente la agricultura moderna.
A veces cuesta distinguir el ruido del mensaje, localizar la raíz de los problemas y reconocer cuáles deben ser nuestras prioridades, pero la pandemia del COVID-19 ha cambiado por completo el panorama de los asuntos internacionales. El grado de shock y la vulnerabilidad causada por esta crisis es todo cuanto importa ahora, y muchos países están acercando peligrosamente a la velocidad de pérdida, a los números rojos y el decrecimiento general.
Pero hay una forma en la que podemos ayudar: no contribuir a la creación y difusión de rumores, y no consumir desde el pánico, sino desde la racionalidad.
Nuestra actitud debe ser un ejemplo de entereza, esa es la única forma de asegurar la sostenibilidad a largo plazo de los sectores en los que operamos. Porque los daños colaterales del Covid-19 tienen la capacidad destruir el crecimiento y el desarrollo de la cadena alimentaria global, y somos conscientes de que el camino que tenemos por delante no va a ser fácil de recorrer
Por otro lado, la infinidad de emergencias desatadas por este virus nos da qué pensar sobre por qué la comunidad internacional estaba tan poco preparada para un problema inevitable como este, teniendo en cuenta que no es la primera vez que sufrimos una catástrofe mundial.
El ritmo acelerado de intercambio de bienes, servicios y habilidades es uno de los principales factores que han favorecido la reducción en los niveles de pobreza más grande que hemos visto en la historia de la humanidad. Gracias a las mejoras en las condiciones higiénicas, el acceso al empleo, a los alimentos y a la sanidad pública, la esperanza de vida media de las personas ha aumentado una década. No obstante, los gobiernos de los diferentes países no han conseguido mitigar los riesgos que conlleva la globalización, y si la situación continúa por el mismo camino, seguiremos sufriendo las consecuencias.
Para Europa es especialmente importante posicionarse frente al dilema de si es mejor ser una región autosuficiente, o si es preferible dejarse llevar por los movimientos de importación y exportación del sector agrícola.
La respuesta a esta cuestión conllevará cambios fundamentales en la cadena de alimentaria, en la “protección” de los sistemas agrícolas y en los ínfimos beneficios de los productores. Serán los distribuidores los que darán forma a la estrategia que el sector seguirá durante los próximos treinta años.
No podemos olvidarnos de que, una respuesta honesta y realista, llevará consigo una optimización de la cadena de abastecimiento global, siempre que esté apoyada por las medidas económicas necesarias y que cuente con la solidaridad de los países más adinerados para apoyar a aquellos que no están tan desarrollados, ofreciendo alimentos a precios razonables y en cantidades adecuadas.
Hasta ahora, las deficiencias estructurales han frenado las ventajas competitivas del sector agroalimentario y la posibilidad de promover los productos agrarios a través de la sostenibilidad de los agricultores en cada país. Una competitividad desestructurada ha causado privilegios en algunas zonas y desventajas en otras, sin importar lo cerca que se encuentren las primeras regiones de las segundas, el tipo de legislación de cada una y las condiciones económicas.
Ahora, nos encontramos con que no hay posibilidad de estimular a todos los sectores por igual a través de medidas fiscales. Las cadenas de abastecimiento han sido dañadas y cualquier actividad social ha quedado paralizada, por lo que es crucial fortalecer la capacidad de los gobiernos y los productores para impulsar la seguridad alimentaria y preservar los recursos.
Impulsar la competitividad en la agricultura es una estrategia absolutamente necesaria para asegurar, por un lado, la gestión sostenible de los recursos naturales y, por otro, el desarrollo igualitario de los territorios, especialmente de las economías rurales, así como la creación de puestos de trabajo de valor.
Pero, además de todos los problemas ya mencionados, vemos que las políticas monetarias han sido bloqueadas y que los niveles de interés se acercan a la nulidad. Dada la situación, los gobiernos se ven obligados a centrar sus atenciones en asegurar unos ingresos mínimos para las personas en situación de necesidad, al menos de forma temporal, porque nadie se merece pasar hambre por culpa de esta crisis.
Aunque el concepto de unos ingresos mínimos garantizados es, indudablemente, un ideal para todos, desde la perspectiva del mundo tal y como lo conocíamos hasta ahora, esta no parecía una medida realista. Sin embargo, en la actualidad, la posibilidad de llevar a cabo una medida así se ha cobrado el protagonismo de todas las agendas, y no existe la misma predisposición que antes a obstaculizar este tipo de iniciativas. Esta predisposición a asegurar unos ingresos mínimos está ganando relevancia gracias a las renovadas esperanzas en la humanidad que ha propiciado el Covid-19.
Hemos visto numerosos puntos de vista distintos a nivel internacional sobre las causas y las características de la crisis del Covid-19, así como sobre las medidas se deberían defender al respecto.
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